A nivel mundial y en forma tanto histórica como actual, los suelos han venido soportado una enorme presión debido a la intensificación de su uso para la agricultura, pastoreo, silvicultura y en las últimas décadas una expansiva urbanización (Pfeiffer et al., 2018). Esta demanda es impulsada por el explosivo aumento de la población mundial, lo que, combinado con prácticas y usos no adecuados, ha generado una degradación importante del recurso (Peralta, 1971). En Chile, la situación no es diferente, pero se da la particularidad que, debido a la gran extensión geográfica, variación altitudinal y gradiente climático, el país cuenta con una enorme diversidad de suelos, con características específicas que se desarrollan de norte a sur y de costa a cordillera. Esto se ve acentuado a causa de una geografía caracterizada por paisajes montañosos y donde las zonas bajas y planas no sobrepasan el 20% de la superficie total del país (Errázuriz et al. 2000). Sin embargo, es en la zona central de Chile, donde se encuentran los suelos más productivos, pero a la vez los más sensibles a la sobreexplotación, usos inadecuados o prácticas degradativas (Peralta, 1971). Esta situación ha sido dramática en algunas áreas como la cordillera de la costa, donde en forma natural, a causa del relieve accidentado y la antigüedad del sustrato, los suelos son muy susceptibles a la erosión (Pinochet de la Barra, 1991).